martes, noviembre 22, 2011

Manuel Rodríguez Lozano



Nos parece que una parte de la pintura mexicana del siglo pasado – la que no quiso explotar los colores de la sandía, los overoles del proletariado, o las vellosidades femeninas – está condenada a la incomprensión y al olvido. A esa condena parecen sentenciarla los mercados pero sobre todo los críticos que no han sabido acercarla al público, juzgándola según sus propios méritos. Siempre la miraron o bien con condescendencia – hablaban de ella porque era su oficio y su salario, pero en realidad soñaban con estar hablando de dalíes, de picassos, no de maríaizquierdos, o de rodríguezlozanos; O bien fue despachada desde un nacionalismo simplón, desde un chovinismo dislatado que rezaba “para ser mexicano es muy bueno”; “está a la altura de un Cezanne, de un Picasso” y otras cosas por el estilo.

El caso de Rodríguez Lozano es significativo. Con él encajan etiquetas como “mexicanismo fauvista”, o “metafísica mexicana, di Chirico more”. No afirmo que la paleta del mexicano no pueda tener antecedentes europeos, creo simplemente que la mera constatación de sus influencias no ayuda a recobrar su obra, y apuntala además la vieja creencia de que en la balanza del arte, el peso determinante es el de la originalidad, un concepto además de rebatible, por demás anacrónico, incluso ya en el tiempo de las vanguardias del siglo pasado. Bajo ese vago criterio tampoco Lautrec, ni Gris, ni di Chirico, ni muchos otros, serían originales, lo cual no debe importar ni a críticos ni a públicos, como de hecho, no les importa.

¿Cuál es entonces el mérito artístico de Rodríguez Lozano? No estoy seguro. Sé sin embargo que vale la pena mirar sus lienzos con ojos sencillos, sin criterios ajenos a su época y a la nuestra. Acercarnos sin pedirle el fauvismo de un Kirchner, ni la metafísica de di Chirico o mucho peor, el folclorismo de los muralistas mexicanos. Comprobar si sus figuras monumentales nos hablan, si sus azules y melancólicos desiertos nos significan. Juzgar si es verdad que sus rocosas mujeres de frías mejillas retratan el hondo misterio de la “tragedia mexicana”, como él mismo la llamaba.

Nuestra respuesta ante su arte puede ser visceral o indiferente, positiva o negativa, poco importa. El logro estará en que sólo entonces, nos habremos despojado de ese anacrónico criterio de “originalidad” que no es más que disfraz de un cosmopolitismo mal digerido, de un malinchismo típico del siglo pasado, francamente rencoroso y bastante pasado de moda. Habremos conquistado entonces, la única experiencia vital que vale en todo arte: el baile de los sentidos, el minuto de diálogo con lo desconocido, el gozo del humano quietismo ante una mirada compartida.

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