
Todo sucedió durante el eclipse y díganme si lo más importante de un eclipse no ha sido siempre una boca cerca. Llueve. Los fenómenos meteorológicos también se juntan en una promiscuidad de malecón. Afuera llueve, pero adentro, en la habitación de hostal repleta de turistas, hay un olor a pie (no en inglés, desde luego) y a cenicero tapiado. Pero la única tapadera relevante es la del sol, la de la torpeza de ser unos adolescentes estúpidos por la lujuria y aprovecharnos del eclipse para eternizar nuestras ganas, con pseudoliterario (algún famoso literato ha fustigado ya el abuso de este prefijo) fondo afrodisíaco.
Vibración primera y la boca ya se abre con su reloj exacto de clímax actancial, vaginal. Pero uno nunca esta listo para ese tipo de cosas: en plena oscuridad occidental, alguien saca mi billetera con agilidad de liebre, dedos de cuchillo que dividen el espacio. Me paro para correr tras él, tiento, choco contra otros dos huéspedes que ya sellan el eclipse con sus labios. La oscuridad es inútil y boba. No logro encontrar ni al ladrón ni regresar a mis labios correspondidos. Lentamente, desesperadamente, vuelve la luz y ella está sellada a otros; su redondez labial, su chupón de absorbencia bucal, sellado a otros labios. No hay nada qué hacer. Ellos prolongarán su beso eclíptico hasta muchas otras puestas de luz solar. Yo deberé esperar otras 223 lunaciones, 18 años, 11 días y 7 media horas, para tener mi venganza.
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