Porque todos nacemos platónicos o aristotélicos; las demás diferencias, blancos o negros, hombres o mujeres, andaluces o babilonios, son meros accidentes sin importancia.
domingo, febrero 12, 2012
Inland Empire, David Lynch, platónico buñuélico
El gran alivio de asistir a cualquier filme de David Lynch consiste en que, en el momento de la charla en el café, uno no tiene que andar explicando de qué trató la película, ni decir si logró identificarse con los personajes. Los exquisitos ni siquiera podrán acotar algo sobre la lo experimental que pudo resultar la banda sonora o la fotografía. No se trata claro de que el cineasta no presuma su arte intelctual ni que las actuaciones sean irrelevantes. Simplemente Lynch, enemigo a ultranza de las películas sencillas, de las historias de amor y acción repetidas hasta el cansancio, escapa a cualquier definición. Por eso responde con seco gusto al señorito del New York times cuando le pregunta sobre Inland Empire: “my movie is about a woman in trouble, and it's a mystery, and that's all I want to say about it”.
Los filmes de Lynch no son lineales, no tienen melodía ni cantante, no se riman en ellos frases fáciles. La trama funciona como un complejo rompecabezas que el espectador debe digerir.
Inland Empire es un buen ejemplo de esto: imágenes absurdas, esperpentos y madonas joligudenses conviven bajo una misma línea melódica estridente. Pero esta vez, Lynch va más lejos: el sonido no es una herramienta más sino un actor, extensión de la pesadilla onírica que es la psique. Tal como había dicho Bresson: “El oído va hacia adentro, la vista hacia fuera”, la contradicción está dada por la estimulación de estos dos sentidos, de compaginar una sonoridad fantasmal con una iluminación risueña, unos sonidos eléctricos y perturbadores con escenarios grotescos y ridículos.
Sobre el contenido podemos decir poco: el cineasta norteamericano vuelve sobre las obsesiones de Mulholland Drive. Lynch orina en el patio trasero de la industria joligudense explorando la complejísima psique de su artista favorita, que como en Mulholland, sufre porque de tan buena actriz ya no sabe quién es, y cuál debería ser su personalidad verdadera. Nadie escapa a la burla. Hollywood esa fábrica de sueños y sombras que sueñan, la casa y la familia pilares occidentales se tambalean y claro, nosotros mismos. ¿Por qué no habría de burlarse Lynch de unos seres ridículos, encerrados en una sala oscura, poniendo atención a cada detalle, cada posible pista para develar el supuesto misterio?
Además está el juego de espejos: una mujer mira en una pantalla que se mira a su vez en otra pantalla y que no sabe si filma una película, vive un romance, o se mira derrotada en otra pantalla. Continuidad de parques de Cortázar hasta el abismo. Luego vienen los fetiches que subrayan la ocurrencia y el sarcasmo: una familia de botargas cabezasdeconejos sentados sobre un sillón azul, una botella de salsa catsup, un mono cilindrero.
Se contaría entre los defectos del filme la falta de coherencia. Lynch mismo confesó haber comenzado a rodar sin una idea delimitada “no tengo guión y escribo escena por escena”. Al final, un amasijo de cuadros combinados en tres horas de rollo puestos ahí para que el espectador, cansado de las mismas historias de siempre juzgue: un abuso del sinsentido o una magnífica criptografía de la genialidad
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