El juez Baltazar Garzón, enemigo acérrimo de los regímenes totalitarios, de los gigantes dictadores dioses de barro del siglo pasado, ha sido recientemente condenado y ¿por qué? Escribe en elegante prosa el juez en la sentencia: “[Garzón] ha cometido practicas hoy en día solo encontradas en regímenes totalitarios en los que cualquier acto es considerado una práctica justa en orden de obtener información que interese, o supuestamente, interese al Estado”.
¡Maravilla de verse! El juez es ahora la víctima, la víctima es ahora el victimario, el verdugo es el flagelado, el que antes denunciaba las injusticias es ahora el perpetrador de lo infame: el juez Garzón ha mudado la hoz por la suástica. La gente de la derecha, se aplaude, la gente de la izquierda, se lamenta.
Nadie puede negar que detrás de la sentencia judicial contra Garzón haya un interés político pero sobre todo lingüístico. No es la primera vez. Los empolvados griegos enseñaron (hay algunos intelectuales gringos que todavía diseccionan sus cadáveres y los desuellan con tal de roerse alguno que otro huesito) que todo es posible en la palestra retóricoforensejudicial. Hoy estoy de acuerdo, mañana estoy en contra, hoy soy un santo, mañana soy un demonio, hoy soy un aristócrata, mañana juego como un auténtico demagogo (pienso en la cínica e insultante izquierdización de Peña y Vázquez Mota: “primero la equidad hacia los pobres” y en la taimada derechización de Andrés Manuel: “primero el amor de los ricos”).
Lo nuevo, sin embargo, es la ausencia de sentido común. Las oscuras profundidades del lenguaje que profetizó Foucault nos gobiernan. La pena judicial que inhabilita a Garzón puede ser “apegada a Derecho”, “constitucional” y bajo estos criterios hasta “justa”. Pero para la gente con seso hay algo que nos resulta aberrante: Un juez acusado de redes de corrupción, una derecha acusada de infanticidios, torturas y eufemísticas desapariciones, francamente partidarios y defensores del totalitarismo apelan hoy a los derechos humanos al libre derecho de conspiración y al abuso de poder como arma contra el abuso del poder. Franco puede estar tranquilo bajo tierra.
Hay que imaginárselo, sin embargo, riendo, un poco apenado porque sabe que una cosa tan vulgar ni a él se le habría ocurrido. Y no se le habría ocurrido porque la gente de su época era gobernada por el sentido común y no por el cinismo. Franco no habría ido ante la Haya a implorar que le fueran salvaguardados sus derechos humanos y ciudadanos. Habría despachado, simplemente, a Garzón a plomo limpio, no sin antes, torturarlo como era perfectamente acostumbrado.
Este mundo ha dicho basta… y se ha puesto a jugar a los derechos humanos. Un minuto de silencio por el sentido común, aplausos por las nueva reinas de este siglo: “la cínica hipocresía y su dama la ignorancia”.
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