La mayoría de nosotros conocemos el
mito de Fausto, ese viejo que sabía bastante pero que perdió la
cordura y casi el alma porque, al parecer, saber bastante no siempre
es suficiente. El diablo le ofreció un intercambio y para lograrlo
usó como carnada a la bellísima Margarita. El mito – dicen los
historiadores de la literatura y los estructuralistas amantes de la
geología – está hecho de varias capas medievales, de leyendas y
chismes de esos que se cuentan con morboso disfrute, entre caminos,
fogatas y albergues. Si desnudamos el mito de Fausto nos queda la
historia de un doctor (un docto) que alejado de las pasiones humanas
(casto y eremita), es poseído un día por una visión demoniaca que
lo atormenta (tienta, dicen los cristianos). Así es como llegamos
inevitablemente a la comparación con San Antonio, un ermitaño
egipcio que buscó mediante la meditación y el ayuno, quitarse al
diablo de encima. Y aunque los mitos de San Antonio y Fausto sean
idénticos en su principio y desarrollo, difieren drásticamente en
su desenlace: aquél vence, éste fue vencido.
A mediados del siglo XX, Rivera presentó con temática de San Antonio, una tela llena de bellas Margaritas color de rábano –súcubos relampagueantes como granos de pimienta– y supuestas mandrágoras que hacen perder la razón. Dos siglos antes Goethe puso punto final a su versión teatral de Fausto. Tres directores faústicos proponen una revisión del mito del hombre atormentado por suculentos súcubos: Murnau, Svankmajer y Sokurov. Poco se puede añadir a la primera versión multicitada del director alemán. Las otras dos, en cambio –extranjeras, al menos en relación al gusto teutón de Goethe– con medios distintos plantean problemas similares. Svankmajer, encuentra en la teatralidad de unas marionetas, los rasgos demónicos que Rivera buscó en los tubérculos. Sokurov, con una paleta de sepias y giros tridimensionales, reinventa al diablo y al doctor como muñecos movidos por resortes teatrales, incubos ágiles y vibrantes que se arrastran entre obstáculos de agua y podredumbre: son un Sancho y su Quijote en busca de la más importante de esta historia: Dulcinea, sin quien no hubo ni habrá jamás ni sanchos ni quijotes, ni faustos, ni demonios, ni historias, ni ninguna razón para contarlas.
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