Una mujer mira a través
de una ventana; suspira, se cuelga los hombros sobre el pecho, mira
algo concreto, justo frente a sus ojos. Ese algo concreto
puede ser un jarrón, una flor, el aleteo de un colibrí; o puede ser
también otra cosa, algo que se expande y balancea desde la ventana
hasta las profundidades de su conciencia, desde la ventana hasta el
horizonte, hasta el recuerdo del beso contenido en la última página
de la novela que acaba de cerrar, porque —como
cabría esperarse de una mujer educada—
se trata de una lectora voraz.
Lectores voraces también
somos nosotros, que reconocemos en esa imagen ecos de otras mujeres y
otras ventanas. La hemos visto antes, en otras poses y con otros
marcos menos espléndidos. Porque así como hay imágenes que
repetidas hasta la saciedad se desvanecen para convertirse en
irreconocibles clichés, existen otras escenas cuya fuerza consiste
precisamente en su reinterpretación, en la terquedad de un puñado
de artistas que han logrado reconstruirla a través de un persistente
laberinto de espejos.
Una mujer mirando desde
una ventana, ha sido tema recurrente en la historia del arte.
Matisse, Murillo, Ocaranza; el más allegado al espíritu del
mexicano, quizá haya sido el romántico alemán Caspar David
Friederich, a cuyo lienzo Mujer asomada a la ventana, hizo
Dalí, años más tarde, un pálido homenaje. En todo caso, lo
fascinante de la escena de Ocaranza no está ni en el colibrí, ni en
la flor, ni en el jarrón y ni siquiera en la mujer ¿Dónde
entonces?
Vermeer, ese maestro de
la luz tras la ventana, en Mujer escribiendo una carta en
presencia de su criada, nos presenta una escena similar pero de
alguna manera antípoda, una mirada desde el interior. La criada
atisba en la ventana, un jarrón, una azucena, un colibrí, lo intuye
todo a través de un horizonte que no conocemos pero que compartimos
y adivinamos, a nuestra gana, que es también la suya.
Años más tarde el cine
abrió la ventana y multiplicó los horizontes. Los momentos íntimos
e indefinidos de Vermeer, Friederich y Ocaranza, se han vuelto
escenas animadas, con vida propia donde nosotros descubrimos el otro
lado de la ventana, su horizonte. Es decir: lo que en el lienzo
quedaba reservado para el espectador —todas las
ventanas, todos los horizontes imaginables— en el filme
queda al descubierto con la perspectiva de la cámara y el
rompimiento de una cuarta pared: un ojo de 360 grados.
Develado entonces el
misterio, los cineastas tuvieron que volver a multiplicarlo, a
desdoblarlo. Me explico. La mujer contempla un horizonte que no vemos
pero que no es necesario adivinar, porque, unos cuadros más adelante
en el rollo de película serán descubiertos; Pasamos así, al
necesario contrapunto del ojo, sabemos lo que ella mira pero ¿quién
mira? ¿quién más está mirando? El ojo que mira tiene una
contraparte, el espectador. Inevitable pensar en el tardío Duchamp,
pero también en Antonioni, el maestro de la arquitectura de los
tragaluces y lucernas, de las mujeres relatando hechos que ocurren a
hombres que ven a mujeres en las ventanas. Inevitable también
recordar el voyeurismo que implica ser descubierto por alguien que
nos espía, del otro lado de la ventana, como lo expuso Kieslowski en
Decálogo VI. Inevitable, en fin, pensar en el antiarquitecto
von Trier, quien en Manderlay y antes en Dogville, traspasó las
cuatro paredes para filmar sin muros ni espejos ni ventanas, pero
afirmando, de hecho, la importancia de los cristales a través de los
cuales suspira una joven llamada Gracia de Norteamerica.
Es así como un colibrí
puede convertirse en un desierto rojo, un telescopio, un amante, o
bien, la esclavitud negra norteamericana. Y una mujer educada que
mira y lee, en nosotros, que miramos, que leemos.
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