jueves, junio 27, 2013

La mujer en la ventana

Una mujer mira a través de una ventana; suspira, se cuelga los hombros sobre el pecho, mira algo concreto, justo frente a sus ojos. Ese algo concreto puede ser un jarrón, una flor, el aleteo de un colibrí; o puede ser también otra cosa, algo que se expande y balancea desde la ventana hasta las profundidades de su conciencia, desde la ventana hasta el horizonte, hasta el recuerdo del beso contenido en la última página de la novela que acaba de cerrar, porque como cabría esperarse de una mujer educada se trata de una lectora voraz.

Lectores voraces también somos nosotros, que reconocemos en esa imagen ecos de otras mujeres y otras ventanas. La hemos visto antes, en otras poses y con otros marcos menos espléndidos. Porque así como hay imágenes que repetidas hasta la saciedad se desvanecen para convertirse en irreconocibles clichés, existen otras escenas cuya fuerza consiste precisamente en su reinterpretación, en la terquedad de un puñado de artistas que han logrado reconstruirla a través de un persistente laberinto de espejos.

Una mujer mirando desde una ventana, ha sido tema recurrente en la historia del arte. Matisse, Murillo, Ocaranza; el más allegado al espíritu del mexicano, quizá haya sido el romántico alemán Caspar David Friederich, a cuyo lienzo Mujer asomada a la ventana, hizo Dalí, años más tarde, un pálido homenaje. En todo caso, lo fascinante de la escena de Ocaranza no está ni en el colibrí, ni en la flor, ni en el jarrón y ni siquiera en la mujer ¿Dónde entonces?

Vermeer, ese maestro de la luz tras la ventana, en Mujer escribiendo una carta en presencia de su criada, nos presenta una escena similar pero de alguna manera antípoda, una mirada desde el interior. La criada atisba en la ventana, un jarrón, una azucena, un colibrí, lo intuye todo a través de un horizonte que no conocemos pero que compartimos y adivinamos, a nuestra gana, que es también la suya.



Años más tarde el cine abrió la ventana y multiplicó los horizontes. Los momentos íntimos e indefinidos de Vermeer, Friederich y Ocaranza, se han vuelto escenas animadas, con vida propia donde nosotros descubrimos el otro lado de la ventana, su horizonte. Es decir: lo que en el lienzo quedaba reservado para el espectador —todas las ventanas, todos los horizontes imaginables— en el filme queda al descubierto con la perspectiva de la cámara y el rompimiento de una cuarta pared: un ojo de 360 grados.

Develado entonces el misterio, los cineastas tuvieron que volver a multiplicarlo, a desdoblarlo. Me explico. La mujer contempla un horizonte que no vemos pero que no es necesario adivinar, porque, unos cuadros más adelante en el rollo de película serán descubiertos; Pasamos así, al necesario contrapunto del ojo, sabemos lo que ella mira pero ¿quién mira? ¿quién más está mirando? El ojo que mira tiene una contraparte, el espectador. Inevitable pensar en el tardío Duchamp, pero también en Antonioni, el maestro de la arquitectura de los tragaluces y lucernas, de las mujeres relatando hechos que ocurren a hombres que ven a mujeres en las ventanas. Inevitable también recordar el voyeurismo que implica ser descubierto por alguien que nos espía, del otro lado de la ventana, como lo expuso Kieslowski en Decálogo VI. Inevitable, en fin, pensar en el antiarquitecto von Trier, quien en Manderlay y antes en Dogville, traspasó las cuatro paredes para filmar sin muros ni espejos ni ventanas, pero afirmando, de hecho, la importancia de los cristales a través de los cuales suspira una joven llamada Gracia de Norteamerica.


Es así como un colibrí puede convertirse en un desierto rojo, un telescopio, un amante, o bien, la esclavitud negra norteamericana. Y una mujer educada que mira y lee, en nosotros, que miramos, que leemos.


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