Analizar un
film es como intentar hacerle un strip-tease. Desde luego, el verdadero
strip-tease tiene, generalmente, un desenlace feliz. El strip- tease de una
película nos revela, casi siempre, que el hábito era más importante que el
monje.
Que el cine
hoy se llene de desnudos no quiere decir que, al fin, la realidad se muestra
como es. Mientras más ropas se les quitan a los actores, más disfraces se les
ponen a los personajes.
La búsqueda
de un cine popular ha sido la vida, pasión y muerte de no pocos cineastas en el
mundo. Alternativas frente a la industria masificadora, frente a tecnologías
impositivas, frente a implacables estructuras que bloquean la circulación de
ideas, frente a artistas que se enmascaran más allá de lo que exige el
maquillaje; ha sido éste el camino azaroso por encontrar agua limpia en un
mercado cada vez más contaminado.
Cuando
surgió el cine surgió la esperanza de una legítima democratización de la
cultura. El cine traía la posibilidad de superar la dicotomía entre una cultura
del pensamiento y, otra, del sentimiento, es decir, entre lo que se podría
llamar la alta cultura y la cultura popular. Pero los modernos fenicios
asumieron la gestión privada con una
agresividad digna de mejor causa. No sólo se declararon impotentes para superar
la división, sino que llenaron de baratijas deslumbrantes a los indios de todos
los continentes. Lograron, por obra y desgracia del control de los mercados,
que un espectador medio hondureño en nada se diferenciara de un espectador
medio parisino. A todos nos convirtieron en una especie de hermandad de tontos
agradecidos. En su afán de responder a una demanda cada vez más creciente, el
cine fue empantanando sus caminos más fértiles. Hubo una vez cinematografías
nacionales, auténticas personalidades, pluralismo en el cine.
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