La
pintura y el cine son artes hermanadas por la luz. Cuando alguien elogia la
“paleta” de algún director, no hace sino subrayar su sensibilidad respecto de
la organización luminosa de la escena, de la cantidad de luz que deja pasar por
la cámara para colorear ágilmente la imagen. Y si antes se trabajaba con la
paleta hoy se trabaja con la lente de la cámara; hoy se recurre a las
disolvencias como antes al fresco o al temple.
Mucho
antes de las teorías modernas de la percepción, los flamencos entendieron perfectamente
cómo los rayos solares se propagaban y lograron refractarlos sobre el lienzo.
Quizá la inspiración les venía del mar y del invierno (van den Bos: Dutch
Light).Supieron como ninguno templar la luminosidad con la oscuridad y
sacaron nuevos brillos a las ventanas y los fuegos involuntarios (Tarkovski: El
sacrificio). Algo de su arte diáfano persistió en el Norte (August: Las
mejores intenciones); en la última tierra, límite del mundo (Kaurismaki: Los
vaqueros de Leningrado). Pero donde más se recrudecieron sus brillos negros
fue en ese gris profundo que no es resultado de la luz solar sino de la materia
invisible que irradia sobre la nostalgia humana (Bergman: Luz de invierno).
Los
espejos de van Eyck, los engastes de Vermeer y las fogatas de Rembrandt
persisten. Corte, cámara, hágase la luz. Como advierte Leonardo: “Miren la luz
y admiren su perfección. Cierren los ojos y observen: lo que acaban de ver ya
no está, lo que están a punto de ver, todavía no existe”.
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