Mosto
Todas las noches escuchábamos el llanto
sobresaltado de nuestra hija que vivía atemorizada por las visiones de un mal
demonio.
Habíamos hecho algunos intentos con psicólogos que
le explicaron que aquello sólo estaba en su cabeza. Fuimos también con brujos y
curanderos pero todo fue dinero mal invertido. Nos restaba la opción de un milagroso
tempo protestante, en el otro lado de la ciudad.
Ese domingo el pastor nos recibió con una orden
enronquecida por el eco vasto del santuario: acérquense. Hace tiempo he soñado
con esta niña atormentada y desde entonces decidí en mi corazón que el tiempo
para sanarla estaba por cumplirse. Los habíamos estado esperando; hoy es el día.
-No llores más, desde hoy no tendrás necesidad de
llorar más; mudarás tu lamento en gozo.
Mi hija apagó de golpe el llanto que hacía meses le
escurría con cansancio, luego inició una carcajada simple y sonora, con la pureza
de la niña que todavía era. Todo el santuario se echó a reír convulsamente como
una marea. Sentí la cara adormecida. Yo también fui lleno de una risa nasal y
continua: como una antigua melodía, como un cascabelear de serpientes.
Ésta será una noche tranquila. La niña ya no grita
más. A media noche me pegué a su perta y agucé los oídos para asegurarme. Sentí
un cosquilleo preocupante cuando creí que los sollozos volvían. Pero no era llanto.
Era otro tipo de suspiro, era el hilo chirriante de una carcajada inalterable y
contenida.
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