Jamás estuve
en Roma. Esa era una razón más para acompañarla, pero había un acuerdo tácito
entre nuestros deseos. No nos pertenecíamos sino en la intimidad, no estábamos
ligados a nombres ni planes compartidos. Viajar a Roma era algo suyo, no mío, y
así lo entendimos.
A una semana de su partida comencé a recibir sus
fotografías. Supuse que tan pronto conociera a alguien ese pasatiempo
desaparecería, pero nunca faltaron en mi buzón los risueños sobres bond que
contenían las imágenes de su travesía.
Las fui apilando por bloques. El primer mes todo era
nuevo y yo recibí la ciudad completa en grandes paisajes panorámicos. Nada de
la vieja Roma faltaba. La terracota y el mármol del foro convivían con el
bronce de los museos y la pátina amarillenta de los muros de los restaurantes
lujosos.
El segundo y el tercer mes algunos barrios no
volvieron. Había en las imágenes de entonces una predilección por las
superficies más disímiles. Los rostros mecánicos y pálidos de los turistas
orientales descritos contra los muslos de una escultura desnuda presumiendo su
negro y duro silicato. Trajes ejecutivos de corte recto, corbatas, minifaldas y
sombreros de alas elegantes contra los círculos imponentes de las fuentes
públicas y sus ruidos de naturaleza civilizada.
Un cambio brusco se produjo el cuarto mes. Las grandes
estructuras, los enormes museos e impersonales plazas cedieron espacio a un
solo lugar. Sus ojos se concentraron en la gente y las esquinas de su barrio
que llegué a transitar con mayor morbo que el mío propio. Las rotundas arrugas
de la florista de la esquina, la silla blanca desarticulada que a cierta hora
del día pintaba una sombra escuálida y cómica sobre la pared frontal del que
debía ser su café favorito.
De a poco se fueron acabando las plazas, los cafés,
las esquinas. Sólo quedaba un lugar que la lente no había retratado, su casa,
pero jamás recibí una fotografía sobre ella. En cambio, a los últimos paisajes
mínimos de su barrio siguieron fotografías con partes de su cuerpo. Manos,
espalda, muslos, pechos y sus labia. Lo último en aparecer fueron sus ojos en
un plano cerrado que resaltaba una pupila dilatada por su gana, mi gana.
No sé si las postales se siguieron apretando en el
buzón de la casa de la calle de Ortigas. Cumplido el año exacto, partí hacia
suelo itálico. Nunca había estado en Roma pero ahora la conocía tan bien que no
fue difícil encontrar a la florista, ni llegar a la silla y al café della
Piazza. Su edificio, el único del barrio del Gianicolo ausente en las
fotografías, estaba rodeado por un macizo de ladrillo rojo y hiedras verdes.
La esperé afuera esa tarde y la siguiente, sin éxito.
Hablé con la casera y acordamos que alquilaría un apartamento hasta que ella
volviera.
Hoy recibo un
sobre mate blanco. En él hay dos postales. Lo abro despacio como para prolongar
algo que ya adivino. Esta vez empezó por fotografiar sus ojos. La segunda foto
es una panorámica de su espalda en un paisaje conocido. Mi cama, mi cuarto,
nuestra casa. Cierro el sobre y escucho los sonidos de este barrio que ya me
pertenece. Comienzo por fotografiar todas las esquinas del apartamento. Mañana
o pasado —el próximo año quizá— cuando estemos juntos, podremos completar,
finalmente, la colección de toda la inmensa urbe romana.
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