El encanto de las ciudades es como el de las flores: en parte depende del tiempo que vemos deslizarse sobre ellas. El encanto necesita lo efímero. No hay nada más indigesto que una ciudad museo consolidada con prótesis de cemento. París no corre peligro de convertirse en una ciudad museo: el dinamismo y la avidez de los promotores son la más segura garantía de ello. Su frenesí por derribarlo todo es menos censurable que su torpeza a la hora de construir conjuntos mal concebidos...
Todas las agencias bancarias todos los edificios de cristal todas las fachadas como espejos son la marca de una arquitectura del reflejo. Ya no se ve lo que pasa en casa de los demás: se teme a la sombra. La ciudad se vuelve abstracta sólo se refleja a sí misma. R.D.
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