Además de cifrar las luchas memorables de la capital, los adoquines registran con asombrosa precisión las variaciones atmosféricas de la ciudad: si llueve, reverberan la luz otoñal como un cuero patinado por mil pasos; en primavera, se ven tan limpios como el amanecer; en verano, todavía desprenden el sofoco del día en la tibieza del crepúsculo; y en invierno, se diría que exhalan un vaho cuando la niebla de madrugada los recubre como una espectral mortaja. F.B.
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