El papa entre los cerdos
Toda la semana me había resistido al barullo de Francisco, a
la gaceta parroquial en que se había convertido la provinciana ciudad de
México. Incluso resistí la provocación de un amigo que me llamó nazi cuando le
dije que el papa era sólo un costal de ruido y furia, sin ninguna importancia.
Luego Julio Florencio C. me pidió que escribiera algo sobre él
para su revista en línea, pero algo macanudo, ché, algo crítico. Me negué
porque sin importar que se alaben sus acercamientos libertadores, su
progresista teología conciliadora y juvenil, sin importar que se injurien sus
favoritismos hacia los regímenes anuladores de la Argentina o sus complicidades
con la pederastia deportiva católica, hablar bien o mal, es hablar y hablar,
ché, es siempre una bobada.
Entonces vino la revelación por la teve: vi al sujeto envuelto en una túnica merengosa y resbaladiza atrayéndose las cabezas de niños desnudos, saludando de beso en la mejilla a milicos obesos y acariciando la calva de 33mil muertos. Vi al papa y reconocí a Jesús en todo su esplendor eclesial: la Iglesia esa bella institución fundada en la lucha de la carne contra la vida, contra el sexo, contra la muerte. Vi al papa y reconocí a J. M. Bergoglio disfrazado a la Macbeth con ropas prestadas, cavando su tumba regia, divina, aterciopelada, real.
Vi al papa minúsculo entre los cerdos y me reconocí: la belleza es
fealdad y la fealdad es belleza. Bienvenido Papa Macbeth.
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