domingo, junio 02, 2013

Conejitos cortacianos

Permítame decirle, Faustine, que revelar esto no ha sido fácil pero convenimos Sara y yo en que era imposible seguir ocultándolo: Sara y yo… Era inevitable verá… se lo cuento con franqueza porque sé que usted es una mujer de altas comprensiones y sin prejuicios atrincherados en morales vetustas…

Ha sido inevitable como cosas en este mundo que se siguen sin esfuerzo, como tomar un café por las mañanas, como una descarga de bostezos reclinados en el autobús nocturno, como rascarse la comezón de la espalda contra el muro a falta de una mano femenina que la alivie…

Y no crea que mis intenciones han sido desde el principio “no poco innobles” como alguien podría afirmar, lo que es más, usted como mujer de su tiempo sabrá que en estos casos ni siquiera hay intenciones bien definidas, simplemente son cosas que se siguen sin esfuerzo…

Lo de los conejitos ha sido idea mía a partir de una historia de Sara “a la señora siempre le gustaron, pero desde que murió Rafael…”. De modo que me pareció una manera de disculpa y compensación a la vez. ¿disculpa de qué? Me preguntará usted con razón…

Debe usted recordar que en aquellas primeras cartas donde acordamos que alquilaría su apartamento de la Calle de Belfast, incluyó una pequeña sentencia, insignificante por su lugar en la postdata y quizá, inconsciente. En mi caso, sin embargo, aquellas palabras resultaron difíciles de borrar… “Siempre me ha gustado el orden”. Y después en futuras comunicaciones se sintió con la obligación de resarcirlas “no me malentienda no es que me considere una obsesiva pero desde hace años me he ocupado en tener una organización estricta en casa… usted lo verá bien al llegar…”

Lo vi. Tanto en las colecciones del hall principal, las de tanques, aviones y artefactos a escala de guerra de Rafael, las de sellos postales de Rafael, la de discos de tres y medio de Rafael. Todo perfectamente etiquetado, todo categorizado en una jerarquía de laberinto pero con suficientes hilos como para nunca perderse, para poder ir del centro a las esquinas sin falsas puertas o señuelos inútiles. Los recorrí gustoso debo confesarlo, los observé detalladamente como en ese cuento infantil donde el bosque es sólo penetrable dejando migajas y cada una de ellas es al recogerlas, una manera de degustar un trozo del pan de sí mismo.

Y en todo eso, Faustine yo había sido respetuoso de su orden. Respetuoso incluso en ocupar el librero central que a mi llegada me recibió vacío y con anaqueles limpios y dispuestos a ordenar también mis manuscritos. La idea del laberinto y de sus etiquetas me obligaron a pasar los dos primeros meses en ordenarlos. Y en ese acto comenzó a fincarse mi enorme gratitud a su figura, Faustine, porque se inició un proceso entonces de limpia. Me deshice de historias amputadas y sus letras inservibles como la tradición manda (además de supersticioso soy un ser de hábitos milenarios): pasar un borrador por el fuego como única manera de librarse de toda paja literaria y sus futuras penitencias.  

Sara participaba de las quemas en el baño. Prendíamos lentamente fuego en la bañera a los alteros de papeles y notas. Dejábamos que se consumieran de a poco hasta que el papel blanco se deshacía en esquirlas y la bañera se cubría de ese azul ceniciento digno de nostalgias y presagios. 

 Al final sólo tres carpetas muy bien apretadas llegaron hasta el primer y  el segundo piso del librero creciendo un espacio secreto para el arribo de los conejitos.

Fue en una de las últimas quemas que se produjo el acercamiento con Sara. Hasta entonces ella había sido cautelosa. Supongo que no sería la primera vez que repetía esas reservas frente a algún admirador de su cuerpo joven y ardorosamente sazonado. Y yo, Faustine, le mentiría si le dijera que no había notado mucho antes sus maneras. En Sara la más grande belleza consiste en la armonía de sus movimientos con cada parte de su cuerpo. No es que sus muslos por ejemplo, ni sus senos, ni siquiera sus nalgas (perdone la franqueza, Faustine), es el resultado holístico de un todo melódico, ese contoneo general que va bien con sus modos quietos y pausados.

Lo demás no es necesario detallarlo. Dejamos las costumbres de señor y servidumbre para entregarnos como esclavos de nuestros sexos infantiles. Fuimos niños en las formas, brutales y desordenadas, niños en las cantidades, sin descanso, de día y de noche, Faustine, nos entregábamos de día y de noche y poco dormíamos.

Parejo a nuestros devaneos carnales comenzó a crecer en toda la casa una pelusa de polvo y tiniebla que no era otra cosa que el producto de nuestras nuevas maneras de ocupar el tiempo: todo para nosotros y muy poco para la casa. Sara dejó de hacer lo mínimo para mantenerla al día con la limpieza. Yo no le reprochaba nada porque la prefería a mi lado.   

La única ocasión en que nos despegábamos el uno del otro y de las sábanas, era los jueves a las cinco de la tarde en que yo debía partir hacia la universidad e impartir la única clase que conservé como medio de manutención. No sé en qué se ocupaba entonces Sara pero la casa seguía intacta a mi regreso. El nuevo estado de cosas para ella debía ser una suerte de ofrenda al tiempo, una plegaria para que aquello durara hasta el fin y la consumación del polvo.

Aproveché un jueves que salí sobrado de tiempo de manera fortuita para adentrarme al mercado de Belfast y Ultrard, y entonces hallé el primer conejito de porcelana que etiquetamos con el número cero y que ahora parece arrinconado en el segundo piso del libero central junto a mis manuscritos. Era un conejito pintado sobriamente y cuyo pelaje apenas estaba resaltado por risueñas imperfecciones de la propia porcelana. No era sin duda el más fino ejemplar que pude haber conseguido pero había algo en su gesto que me hizo, a mi modo, creer que hacía mis propias plegarias y ofrendas a la casa.

Los demás especímenes se fueron sucediendo como el café, los bostezos, la comezón… Sara se entusiasmó desde el comienzo pero nunca quiso acompañarme a escogerlos. Prefería pasarse haciendo no sé qué por la casa y guardar un sentimiento de emoción y de sorpresa en la desenvoltura del papel de estrasa. Ella fue también quien a cambio de números comenzó a llenar de nombres las etiquetas. Todos ellos tenían nombres femeninos incluso si no estábamos de acuerdo en que eran realmente del género femenino. Los nombres me resultaban demasiado familiares: Cynthia, Beatriz, Estela. No me preocuparon esas similitudes y sus fantasmas porque al final, todas las mujeres del mundo deben llamarse Cynthia o Beatriz o Estela.

Alrededor del segundo mes me pareció necesario un cambio. Ignoraba entonces que no hay variación en un orden cerrado que no presagie y a la vez incite un rompimiento inevitable en el tejido riguroso de la vida que no es sino amasijo de costumbres.

La idea de los conejitos vivos no pareció entusiasmar a Sara pero puede decirse que tampoco la tomó por sorpresa, porque cuando vio que la bolsa de estrasa café era sustituida por una caja de zapatos cerró los ojos de manera afirmativa como intuyendo algo que ya esperaba ¿Es verdad, Faustine, que cuando una mujer aprieta los ojos por no querer abrirlos lo hace para decidir su destino junto a su hombre?

La casa siguió llenándose de polvo. Dos semanas más de conejitos vivos y dos semanas de acomodarlos en el jardín, en una especie de jaula que fabriqué con tejas y alambre. Los conejitos también continuaron siendo nombrados según mujeres y apodos de mujeres que entonces se me hicieron completamente transparentes: Sara había estado leyendo mis manuscritos, Anna, Beatriz, Marcela, eran todos mis personajes, a

No sé como encontrará la casa cuando regrese, Faustine. El polvo, las arañas y sus telas serán quizá insoportables, pero no creo que nada de eso sea irremediable. La porcelana blanca del librero central estará limpia porque así fue como la dejó Sara. Afuera en el patio no he tenido tiempo de recojer los restos de la pira. Mis tres últimas carpetas y la madera y los alambres. Lo de los conejitos ha sido un accidente, contra cualquier cosa que puedan decirle los vecinos se lo aseguro: traté de evitarlo pero ellos corrían hacia el fuego como idólatras atraídos por un dios ajeno, quise apartarlos inútilmente. Sara me abandonó apenas terminó el último manuscrito.


Yo ahora no hago sino cumplir lo último que me dijo, a manera de última voluntad y despedida “tenemos que explicárselo a la señora, a ella le gustaban tanto los conejitos”. Dejar la repisa de las porcelanas intactas ha sido decisión mía no suya. Usted sabrá si quiere deshacerse de la última huella de Sara. Por mí no se preocupe, mi final estaba escrito ya también en ese último manuscrito ardiendo.   

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