Autopsia de un cadáver exquisito:
muerte y milagros del surrealismo.
Dicen los lexicógrafos —esos
seres que luego de escribir diccionarios echan a andar por los
caminos de la locura (Sir James Murray dixit)—
que no hay nada más muerto que una palabra cuando ha entrado,
finalmente, a formar parte de un diccionario. Es decir, el lenguaje
es vivo e inasible mientras discurre por los labios de los hablantes
y se volatiza por las calles; luego, el margen de su improvisación
semántica se va reduciendo, hasta que se lexicaliza y al final, uno
puede leer la entrada correspondiente en el diccionario como su
dignísimo epitafio.
Desde esa óptica, es significativo que
la voz surrealista haya tardado casi un siglo en figurar en
los diccionarios convencionales (incluso hoy, el paquidérmico y
anquilosado DRAE no la registra y la ultracorrige por la de
“superrealista”). El Oxford English Dictionary, en cambio,
define el adjetivo como “perteneciente al surrealismo” y, en
segundo lugar, agrega un interesante sinónimo: “bizarre”.
Podemos perfectamente imaginarnos a André Breton agraviado al
enterarse de que su propuesta estética terminó por entenderse en
nuestro siglo como una simple “rareza”, como un “sinsentido”.
Pero ¿cómo ocurrió este proceso? No
pretendo dar una respuesta absoluta pero aventuro la siguente: los
públicos hemos venido asociando consistentemente al surrealismo
con cierto tipo de automatismo onírico. Además de sus propias
definiciones en los manifiestos, eran famosas las sesiones de
interpretación de sueños dentro del grupo que desde siempre se
sintió atraído por el azar, por el absurdo, por la lógica
imposible y borrosa de los sueños.
Precisamente un brumoso concepto de
onirismo es lo que disculpa a productos artísticos de todo tipo
amparados bajo el concepto de surrealismo. El cine, por ejemplo, ha
vivido plagado de imitadores del sopor. En este punto conviene, sin
embargo, recordar la opinión de Borges sobre el sueño plasmado
estéticamente. Según el autor bonaerense nada hay de
nebulosidad en
lo que uno sueña, al contrario, las
imágenes están siempre construidas por una limpidez y una lógica
impecables. A su amigo Bioy le confesó: los
franceses parecen no haber advertido que el surrealismo, valga lo que
valga la teoría, impide, en la práctica la producción de páginas
legibles.
Y de películas visibles,
podríamos agregar. Precisamente la honestidad y la limpidez de la
imagen cinematográfica distinguieron a autores que lograron
'esculpir' en la pantalla la materia de los sueños de una manera
profunda ¿Los llamaremos surrealistas? Si alguien insiste, que así
sea. Resulta de todos modos evidente que Buñuel es más buñuelista
que surrealista, tal como es imposible llamar a Fellini de otra
manera que no sea fellinista.
Justamente otro genio del onirismo, Serguei Tarkovksy, escribió esta
advertencia contra la tentacion de la extravagancia y del sinsentido:
“En cine la “opacidad” e “inefabilidad” no significan una
imagen confusa, sino la impresión particular creada por la lógica
del sueño: combinaciones y conflictos inesperados entre elementos
completamente reales. El cine debe, por su propia naturaleza, aclarar
la realidad, no oscurecerla.”
Las modas pasan y hoy que el
surrealismo huele a cadáver, habría que reflexionar sobre su sentido, y por qué no, su sinsentido. Es cierto
que la voluntad de transformación del mundo del movimiento
vanguardista siempre pasó más por el ámbito de lo político que de
lo estético, pero ya que no quedan más artistas apuntando con un
revolver frente a la multitud —ni
cineastas apuntando con su cámara—
quizá sea momento de replantear nuestras elecciones y nuestras
convicciones estéticas y, sobre todo, nuestros sueños y sus más
profundas expresiones.
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