domingo, agosto 18, 2013

Autopsia de un cadáver exquisito: muerte y milagros del surrealismo.

Dicen los lexicógrafos esos seres que luego de escribir diccionarios echan a andar por los caminos de la locura (Sir James Murray dixit) que no hay nada más muerto que una palabra cuando ha entrado, finalmente, a formar parte de un diccionario. Es decir, el lenguaje es vivo e inasible mientras discurre por los labios de los hablantes y se volatiza por las calles; luego, el margen de su improvisación semántica se va reduciendo, hasta que se lexicaliza y al final, uno puede leer la entrada correspondiente en el diccionario como su dignísimo epitafio.

Desde esa óptica, es significativo que la voz surrealista haya tardado casi un siglo en figurar en los diccionarios convencionales (incluso hoy, el paquidérmico y anquilosado DRAE no la registra y la ultracorrige por la de “superrealista”). El Oxford English Dictionary, en cambio, define el adjetivo como “perteneciente al surrealismo” y, en segundo lugar, agrega un interesante sinónimo: “bizarre”. Podemos perfectamente imaginarnos a André Breton agraviado al enterarse de que su propuesta estética terminó por entenderse en nuestro siglo como una simple “rareza”, como un “sinsentido”.

Pero ¿cómo ocurrió este proceso? No pretendo dar una respuesta absoluta pero aventuro la siguente: los públicos hemos venido asociando consistentemente al surrealismo con cierto tipo de automatismo onírico. Además de sus propias definiciones en los manifiestos, eran famosas las sesiones de interpretación de sueños dentro del grupo que desde siempre se sintió atraído por el azar, por el absurdo, por la lógica imposible y borrosa de los sueños.

Precisamente un brumoso concepto de onirismo es lo que disculpa a productos artísticos de todo tipo amparados bajo el concepto de surrealismo. El cine, por ejemplo, ha vivido plagado de imitadores del sopor. En este punto conviene, sin embargo, recordar la opinión de Borges sobre el sueño plasmado estéticamente. Según el autor bonaerense nada hay de nebulosidad en lo que uno sueña, al contrario, las imágenes están siempre construidas por una limpidez y una lógica impecables. A su amigo Bioy le confesó: los franceses parecen no haber advertido que el surrealismo, valga lo que valga la teoría, impide, en la práctica la producción de páginas legibles.



Y de películas visibles, podríamos agregar. Precisamente la honestidad y la limpidez de la imagen cinematográfica distinguieron a autores que lograron 'esculpir' en la pantalla la materia de los sueños de una manera profunda ¿Los llamaremos surrealistas? Si alguien insiste, que así sea. Resulta de todos modos evidente que Buñuel es más buñuelista que surrealista, tal como es imposible llamar a Fellini de otra manera que no sea fellinista. Justamente otro genio del onirismo, Serguei Tarkovksy, escribió esta advertencia contra la tentacion de la extravagancia y del sinsentido: “En cine la “opacidad” e “inefabilidad” no significan una imagen confusa, sino la impresión particular creada por la lógica del sueño: combinaciones y conflictos inesperados entre elementos completamente reales. El cine debe, por su propia naturaleza, aclarar la realidad, no oscurecerla.”


Las modas pasan y hoy que el surrealismo huele a cadáver, habría que reflexionar sobre su sentido, y por qué no, su sinsentido. Es cierto que la voluntad de transformación del mundo del movimiento vanguardista siempre pasó más por el ámbito de lo político que de lo estético, pero ya que no quedan más artistas apuntando con un revolver frente a la multitud ni cineastas apuntando con su cámara quizá sea momento de replantear nuestras elecciones y nuestras convicciones estéticas y, sobre todo, nuestros sueños y sus más profundas expresiones.  

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