En la más tierna
infancia, un niño carece de identidad propia más por exceso de
trazos parecidos y bien referenciados que por falta de un verdadero
rostro; unos opinan que tiene la sonrisa de la madre y el
entrecejo de la abuela; otros que sacó el mentón del tío y el
malhumor del padre. Cada rasgo, exterior e interior, parece estar
fatalmente construido por pedazos familiares y bien delineados pero
ninguno llega a percibirse como propio, único y verdaderamente
distintivo.
Según la psicología del
siglo pasado, la única cosa que se necesita para romper este hechizo
colectivo es un espejo a la manera de Narciso. Quien se mira con
detenimiento —durante
la adolescencia, o bien antes, en cualquier otro “stade du miroir”—
aprehende su imagen y reconoce su individualidad. No se aleja mucho
de esta opinión la publicidad de nuestro siglo cuando afirma que
para ser distinguido basta comprarse una pantalla, un auto, un
vestido: el espejo de narciso funciona mejor con imágenes a gran
escala.
Para el arte, en cambio,
la pregunta trasciende la etapa infantil y se ahonda a lo largo de
toda la vida. La relación de sangre que obliga, los lazos de amor
que asfixian, la necesidad de sobresalir entre los hermanos y de
deslindarse hasta de los tíos, son algunas de las preocupaciones que
han atormentado a Woody Allen desde sus primeros filmes. En Hannah
y sus hermanas (1986) se impone una pregunta: ¿hasta qué punto
lo distinto no es sino producto de lo mismo? Cada hermana es
radicalmente diferente, cada hermana radicalmente la misma.
En Retrato de las
hijas del licenciado Manuel Cordero de Juan Cordero (ca. 1875,
MUNAL, colección siglo XIX), las cuatro modelos están
conscientemente separadas por el color de sus trajes y sus
expresiones corporales. Una posa de perfil, de negro y en actitud
filosófica; otra sostiene un paraguas en rojo; otra más —de
blanco—
comparte flores; la última se resigna azul y contrahecha. Las hijas
de Manuel Cordero —sobrinas
del propio Juan—
tenían que parecer distinguidas y diferenciadas entre sí pero no
demasiado: cada una busca ser inverosímilmente la más bella y no
quiere ser opacada por sus hermanas. El resultado es completamente
otro, es cierto. Uno intuye algunas afecciones y predilecciones de
parte del pintor y bastantes competencias y celos de las “muchachas
en flor”, una vez que el lienzo quedó terminado. Sin embargo,
todas reflejan en los ojos la misma quietud de vida, el mismo aire de
familia.
Pero quizá la
interpretación más radical de esta dualidad entre identidad y
diferencia familiar sea la de María Izquierdo (Mis sobrinas,
1940, MUNAL, colección siglo XX). Los críticos han intentado
explicar la repetición constante de un mismo rostro familiar en la
obra de Izquierdo según versiones biográficas, estéticas y
psicológicas. Su arte problematiza lo que la psicología quiere
resolver de tajo: los límites del sujeto trascienden necesaria y
rítmicamente las marcas en el espejo. El estupendo cineasta alemán,
Volker Schlöndorff (El honor perdido de Katharina Blum, 1975)
propone el mismo punto de llegada desde otro punto de partida: cuando
la familia es el Estado uno carga con la genética del abuelo y de
todos los ancestros tribales; mediante el uso de la fuerza estatal,
hasta los huérfanos y abandonados resultan con padres y con hijos.
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