domingo, agosto 18, 2013

Los otros todos que somos nosotros

En la más tierna infancia, un niño carece de identidad propia más por exceso de trazos parecidos y bien referenciados que por falta de un verdadero rostro; unos opinan que tiene la sonrisa de la madre y el entrecejo de la abuela; otros que sacó el mentón del tío y el malhumor del padre. Cada rasgo, exterior e interior, parece estar fatalmente construido por pedazos familiares y bien delineados pero ninguno llega a percibirse como propio, único y verdaderamente distintivo.

Según la psicología del siglo pasado, la única cosa que se necesita para romper este hechizo colectivo es un espejo a la manera de Narciso. Quien se mira con detenimiento durante la adolescencia, o bien antes, en cualquier otro “stade du miroir” aprehende su imagen y reconoce su individualidad. No se aleja mucho de esta opinión la publicidad de nuestro siglo cuando afirma que para ser distinguido basta comprarse una pantalla, un auto, un vestido: el espejo de narciso funciona mejor con imágenes a gran escala.

Para el arte, en cambio, la pregunta trasciende la etapa infantil y se ahonda a lo largo de toda la vida. La relación de sangre que obliga, los lazos de amor que asfixian, la necesidad de sobresalir entre los hermanos y de deslindarse hasta de los tíos, son algunas de las preocupaciones que han atormentado a Woody Allen desde sus primeros filmes. En Hannah y sus hermanas (1986) se impone una pregunta: ¿hasta qué punto lo distinto no es sino producto de lo mismo? Cada hermana es radicalmente diferente, cada hermana radicalmente la misma.
En Retrato de las hijas del licenciado Manuel Cordero de Juan Cordero (ca. 1875, MUNAL, colección siglo XIX), las cuatro modelos están conscientemente separadas por el color de sus trajes y sus expresiones corporales. Una posa de perfil, de negro y en actitud filosófica; otra sostiene un paraguas en rojo; otra más de blanco comparte flores; la última se resigna azul y contrahecha. Las hijas de Manuel Cordero sobrinas del propio Juan tenían que parecer distinguidas y diferenciadas entre sí pero no demasiado: cada una busca ser inverosímilmente la más bella y no quiere ser opacada por sus hermanas. El resultado es completamente otro, es cierto. Uno intuye algunas afecciones y predilecciones de parte del pintor y bastantes competencias y celos de las “muchachas en flor”, una vez que el lienzo quedó terminado. Sin embargo, todas reflejan en los ojos la misma quietud de vida, el mismo aire de familia.

Pero quizá la interpretación más radical de esta dualidad entre identidad y diferencia familiar sea la de María Izquierdo (Mis sobrinas, 1940, MUNAL, colección siglo XX). Los críticos han intentado explicar la repetición constante de un mismo rostro familiar en la obra de Izquierdo según versiones biográficas, estéticas y psicológicas. Su arte problematiza lo que la psicología quiere resolver de tajo: los límites del sujeto trascienden necesaria y rítmicamente las marcas en el espejo. El estupendo cineasta alemán, Volker Schlöndorff (El honor perdido de Katharina Blum, 1975) propone el mismo punto de llegada desde otro punto de partida: cuando la familia es el Estado uno carga con la genética del abuelo y de todos los ancestros tribales; mediante el uso de la fuerza estatal, hasta los huérfanos y abandonados resultan con padres y con hijos.




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