Hay un rasgo que comparten
los ritos de celebración, sea que los pensemos chinos, griegos o
mexicanos: la inmovilidad del tiempo. No es casual que la palabra
tiempo cargue en su raíz latina la idea de disección, de fractura
del espacio. La fiesta está marcada por el ritmo intemporal de los
cortes en el calendario. Se abre entonces, cada determinada fecha,
una especie de herida que anula la secuencia normal de los días: en
la fiesta (sagrada o pagana) las categorías se suspenden, las
diferencias se anulan, las máscaras encarnan como verdaderos rostros
y los hombres se eternizan, finalmente, como dioses.
Quizá ése sea el
mayor atractivo de ciertas costumbres nacionales ante los ojos
extranjeros. En ellas —
les parece—
el tiempo se detiene y es posible regresar a las maneras y los
colores del primer hombre y la primera mujer sobre la tierra. Desde
luego esta visión acusa cierta candorosa condescendencia. El hombre
“blanco” intuye la negrura tropical de los pueblos bárbaros como
la verdadera esencia de una época pasada maravillosa, “real
maravillosa”. En ese sentido, el autoctonismo de Gaugin puede
leerse como un pariente lejano del vulcanismo de Lowry: pintura y
literatura al servicio de un exotismo de pureza y atavismo
estereotípicos.
En cambio, el
verdadero reto para el artista es retratar ese flujo detenido y esos
colores heridos en el tiempo sin maquillaje pero también sin
idealismos. Rigoberto Perezcano, lo ha intentado al documentar una
costumbre contemporánea arraigada en el corazón de Zaachila, Oaxaca
(XV años en Zaachila,
2007). Inti Cordero, retrató el renovado interés de propios y
extraños por el arte de la palabra y la música en una franja
fandanguera de la tierra veracruzana (Soneros de Tesechoacán, 2007).
Nicolás Echevarría, tres décadas antes, fue testigo de un
sincretismo único en su esencia pero común a todos los ritos de
celebración: la promiscuidad del tiempo con el espacio obliga a
concentrar la sucesión de costumbres y hombres pretéritos en un
solo punto fijo (Teshuinada: Semana
Santa Tarahumara, 1979).
Es posible trazar
cierto paralelismo en el cuadro Danza del Xóchitl
Pitzahuac de Ramón
Cano Manilla, a partir, precisamente, de la idea de sincretismo. La
búsqueda de tonos y acentos nocturnos auténticos en el lienzo es
evidente; y aunque resulta arbitraria la
comparación de la antorcha y los reflejos de Cano Manilla con los
pardos flamencos de van Dyck y las pálidas velas de De La Tour, es
inevitable pensar que detrás de esas luces y tenebras
hay una voluntad de sincretismo con el arte pictórico mundial y sus
claroscuros. Cuando el retrato de las costumbres nacionales viene
desde la propia mirada mexicana los retos parecen mayores ¿Pueden
convivir en armonía los tonos áureos y purpúreos con los azules y
los rosas mexicanos? ¿Cómo debe correr fielmente la lente de la
cámara en medio de una realidad sin tiempo fijo? Dejemos que
nuestros ojos, fijos en el espacio y suspendidos en el tiempo,
juzguen los resultados.
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