domingo, agosto 18, 2013

Tempus

Hay un rasgo que comparten los ritos de celebración, sea que los pensemos chinos, griegos o mexicanos: la inmovilidad del tiempo. No es casual que la palabra tiempo cargue en su raíz latina la idea de disección, de fractura del espacio. La fiesta está marcada por el ritmo intemporal de los cortes en el calendario. Se abre entonces, cada determinada fecha, una especie de herida que anula la secuencia normal de los días: en la fiesta (sagrada o pagana) las categorías se suspenden, las diferencias se anulan, las máscaras encarnan como verdaderos rostros y los hombres se eternizan, finalmente, como dioses.

Quizá ése sea el mayor atractivo de ciertas costumbres nacionales ante los ojos extranjeros. En ellas les parece el tiempo se detiene y es posible regresar a las maneras y los colores del primer hombre y la primera mujer sobre la tierra. Desde luego esta visión acusa cierta candorosa condescendencia. El hombre “blanco” intuye la negrura tropical de los pueblos bárbaros como la verdadera esencia de una época pasada maravillosa, “real maravillosa”. En ese sentido, el autoctonismo de Gaugin puede leerse como un pariente lejano del vulcanismo de Lowry: pintura y literatura al servicio de un exotismo de pureza y atavismo estereotípicos.

En cambio, el verdadero reto para el artista es retratar ese flujo detenido y esos colores heridos en el tiempo sin maquillaje pero también sin idealismos. Rigoberto Perezcano, lo ha intentado al documentar una costumbre contemporánea arraigada en el corazón de Zaachila, Oaxaca (XV años en Zaachila, 2007). Inti Cordero, retrató el renovado interés de propios y extraños por el arte de la palabra y la música en una franja fandanguera de la tierra veracruzana (Soneros de Tesechoacán, 2007). Nicolás Echevarría, tres décadas antes, fue testigo de un sincretismo único en su esencia pero común a todos los ritos de celebración: la promiscuidad del tiempo con el espacio obliga a concentrar la sucesión de costumbres y hombres pretéritos en un solo punto fijo (Teshuinada: Semana Santa Tarahumara, 1979).

Es posible trazar cierto paralelismo en el cuadro Danza del Xóchitl Pitzahuac de Ramón Cano Manilla, a partir, precisamente, de la idea de sincretismo. La búsqueda de tonos y acentos nocturnos auténticos en el lienzo es evidente; y aunque resulta arbitraria la comparación de la antorcha y los reflejos de Cano Manilla con los pardos flamencos de van Dyck y las pálidas velas de De La Tour, es inevitable pensar que detrás de esas luces y tenebras hay una voluntad de sincretismo con el arte pictórico mundial y sus claroscuros. Cuando el retrato de las costumbres nacionales viene desde la propia mirada mexicana los retos parecen mayores ¿Pueden convivir en armonía los tonos áureos y purpúreos con los azules y los rosas mexicanos? ¿Cómo debe correr fielmente la lente de la cámara en medio de una realidad sin tiempo fijo? Dejemos que nuestros ojos, fijos en el espacio y suspendidos en el tiempo, juzguen los resultados.


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