sábado, agosto 17, 2013

Jamás estuve en Roma. Esa era una razón más para acompañarla, pero había un acuerdo tácito entre nuestros deseos. No nos pertenecíamos sino en la intimidad, no estábamos ligados a nombres, ni planes compartidos. Viajar a Roma era algo suyo, no mío, y así lo entendimos.
A una semana de su partida comencé a recibir sus fotografías. Supuse que tan pronto conociera a alguien ese pasatiempo desaparecería, pero nunca faltaron en mi buzón los risueños sobres blancos que contenían las imágenes de su travesía.
Las fui apilando por bloques que narraban sus anhelos. El primer mes todo era nuevo y yo recibí la ciudad completa en grandes paisajes panorámicos. Nada de la vieja Roma faltaba. La terracota y el mármol del foro convivían con el reflejo azul de las boutiques en los aparadores y la pátina verdosa sobre los muros de los restaurantes.
El segundo y el tercer mes algunos barrios no volvieron. Había en las imágenes de entonces una predilección por los años y las superficies más disímiles. Los rostros mecánicos y pálidos de los turistas orientales descritos contra los muslos de una escultura desnuda presumiendo su negro y duro silicato. Trajes ejecutivos de corte recto, corbatas y minifaldas, sombreros de un negro elegante contra los círculos imponentes de las fuentes públicas y sus ruidos de naturaleza amaestrada.
Un cambio brusco se produjo el cuarto mes. Las grandes estructuras, los enormes museos e impersonales plazas cedieron espacio a un solo lugar. Sus ojos se concentraron en la gente y las esquinas de su barrio que llegué a conocer mejor que el mío propio. Las rotundas arrugas de la vendedora de flores, la silla desarticulada pintando a cierta hora del día una sombra escuálida y cómica, y el decorado árabe del que debía ser su café favorito.
De a poco, se fueron acabando las plazas, los cafés, las esquinas. Sólo quedaba un lugar que la lente no había retratado: su casa, pero no recibí ninguna fotografía de ella. En cambio, a los últimos paisajes mínimos de su barrio siguieron fotografías con partes de su cuerpo. Manos, espalda, muslos, pechos y su sexo conocido. Lo último en aparecer fueron sus ojos en un plano cerrado que resaltaba una pupila dilatada por su gana, que para entonces ya era la mía.
No sé si las postales se siguieron apretando en el buzón de la casa de la calle de Ortigas. Cumplido el año exacto, partí hacia suelo itálico. Nunca había estado en Roma pero ahora la conocía tan bien que no fue difícil encontrarme en ella como un pez pero con gran sentido de orientación, nadando entre su lente, su memoria y su barrio. Un edificio que debía ser el suyo, el único del barrio del Gianicolo ausente en las fotografías, estaba rodeado por un hermoso macizo de ladrillo rojo y hiedras verdes. La esperé afuera esa tarde y la siguiente, pero no tuve éxito. Hablé con la casera y después de ciertos pases de desconfianza y altruismo acordamos que alquilaría un apartamento disponible en la calle de enfrente, hasta que ella volviera.
Hoy recibo un sobre mate blanco. En él hay dos postales. Lo abro despacio como para prolongar algo que ya adivino. Esta vez empezó por fotografiar sus ojos. La segunda foto es una panorámica de su espalda en un paisaje conocido. Mi cama, mi cuarto, nuestra casa. Cierro el sobre y escucho los sonidos de este barrio que ya me pertenece. Comienzo por fotografiar todas las esquinas del apartamento. Mañana o pasado –el próximo año quizá –cuando estemos juntos, podremos completar, finalmente, la colección de toda la urbe romana.


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