A mediados del año de 1958 el honorable jurado de la Primera Bienal Internacional de Pintura y Grabado del Instituto Nacional de Bellas Artes decidió otorgar el primer premio a la obra Tata Jesucristo de Francisco Goitia. Pero nadie había podido localizarlo. Apenas unos días después, un reportero resumía así la situación: “Incialmente se había dicho que se encontraba en Oaxaca, personas y amigos suyos aseguraban haberlo visto en el Istmo de Tehauntepec. Pero los esfuerzos de los enviados del INBA por localizarlo han sido inútiles.” Otro incidente de aquella época confirma las trazas físicas de Goitia que lo sumían en el anonimato: en una visita a su estado natal, habría sido desconcido por el propio gobernador de Zacatecas que no supo distinguir en el maestro más que a un “humilde campesino”. Goitia no había sido visto en el Istmo como campesino sino que sus fachas eran las de un millón de indios mexicanos.
Luego, están sus últimos días en Xochimilco, bajo un techo de lámina. Por eso no falta quien haya visto en él la personificación de un “santo anacoreta”. Yo prefiero suponer, en cambio, que las fachas
de Goitia siempre fueron un mero despiste. Lo que estaba detrás de
ellas, era la voluntad de no mimetizarse con el mundillo artístico
de su tiempo.
En un país educado por
la televisión, sin embargo, no es raro que alguien siga
identificando su vestir y andar sencillos, su exclusión de los
círculos de artistas engordados por el poder, y sus últimos días
en una casa de lámina roída, como episodios sacados de un guión de
telenovela. Sólo bajo esa hipótesis puede entenderse que haya quien
interprete al personaje de El viejo en el muladar
—con
una referencia al propio Goitia—,
como un ser “postrado sobre una alfombra de despojos y desperdicios
humanos, lo cual perfila un terrible sentimiento de angustia y
tristeza”.
Al contrario, el lienzo
aludido muestra a un viejo apoyado en un bastón, sentado sobre
una montaña de color pardo. La montaña, desde luego, está
conformada por escombros —no
necesariamente despojos humanos—; su representación abstracta desautoriza la superficial interpretación de miseria o angustia. Más
aún, el viejo no está postrado bajo ninguna circunstancia, sino que
sostiene su mirada de frente a la del espectador, aferrando un bastón
con su mano izquierda, en postura hierática.
Algo más: en El viejo en el muladar, a diferencia del encuadre empleado
en Tata Jesucristo, Goitia ha elegido un punto focal distante
que amplía el horizonte de un cielo azul sin nubes. Aquí, como en
Paisaje nocturno de Santa Mónica, los elementos terrestres
son económicos, austeros, dignos. La franja transversal del cielo
azul equilibra la figura del viejo del que por la lejanía del plano,
no podemos más que adivinar tanto muecas como arrugas.
No se trata con esto, de
descartar una posible interpretación psicológica del cuadro,
incluso metáfisica, pero como bien ha señalado Luna Arroyo, más
que a los movimientos europeos de su tiempo, a Goitia hay que
entenderlo dentro del marco de los maestros españoles, donde la
voluntad de fidelidad al género humano —que
algunos llaman realismo—
se impone sobre cualquier efecto expresionista, sensiblero o
psicologizante. Así, el viejo del muladar podría ser un viejo
triste pero jamás postrado. Su silueta dibuja los trazos de un
sobreviviente de la ciudad, no los de un despojado: un caminante que
más que derrotado vive momentáneamente desenfocado.
La miseria y la pobreza
fueron un tema bastante recurrente entre los muralistas del siglo
pasado, e incluso entre algunos de sus detractores. Desde ese punto
de vista, la obra de Goitia no arrojaría elementos novedosos pero si
pensamos en la renuncia del pintor a convertirse en un artista de
Estado más como un gesto estético que como uno melodramático,
entonces esa decisión no admite dobles interpretaciones. La elección
de aislamiento de Goita es lo que es: la confirmación de una
vocación —no
desde la angustia sino desde la exaltación del oficio—
que lo obligaba a separarse de la mayoría para afinar su mirada. Es
decir, que así como en su vida no hay nada que nos sugiera a un
eremita egipcio, en su obra, no hay espacio para la lástima, la
condescendencia, ni mucho menos, el melodrama. Está claro que en la
primera, ratificó su renuncia al mundo ostentoso y superfluo del jet
set nacional para abrazar la vida solitaria en los confines de la
ciudad, en las orillas de la tierra. En la segunda, nos ha mostrado
una sabiduría única para enfocar lo marginal con empatía pero sin
afectación, con la limpieza de una mirada desprovista de falsa
piedad.
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