jueves, octubre 24, 2013



A mediados del año de 1958 el honorable jurado de la Primera Bienal Internacional de Pintura y Grabado del Instituto Nacional de Bellas Artes decidió otorgar el primer premio a la obra Tata Jesucristo de Francisco Goitia. Pero nadie había podido localizarlo. Apenas unos días después, un reportero resumía así la situación: “Incialmente se había dicho que se encontraba en Oaxaca, personas y amigos suyos aseguraban haberlo visto en el Istmo de Tehauntepec. Pero los esfuerzos de los enviados del INBA por localizarlo han sido inútiles.” Otro incidente de aquella época confirma las trazas físicas de Goitia que lo sumían en el anonimato: en una visita a su estado natal, habría sido desconcido por el propio gobernador de Zacatecas que no supo distinguir en el maestro más que a un “humilde campesino”. Goitia no había sido visto en el Istmo como campesino sino que sus fachas eran las de un millón de indios mexicanos. 

Luego, están sus últimos días en Xochimilco, bajo un techo de lámina. Por eso no falta quien haya visto en él la personificación de un “santo anacoreta”. Yo prefiero suponer, en cambio, que las fachas de Goitia siempre fueron un mero despiste. Lo que estaba detrás de ellas, era la voluntad de no mimetizarse con el mundillo artístico de su tiempo.

En un país educado por la televisión, sin embargo, no es raro que alguien siga identificando su vestir y andar sencillos, su exclusión de los círculos de artistas engordados por el poder, y sus últimos días en una casa de lámina roída, como episodios sacados de un guión de telenovela. Sólo bajo esa hipótesis puede entenderse que haya quien interprete al personaje de El viejo en el muladar con una referencia al propio Goitia—, como un ser “postrado sobre una alfombra de despojos y desperdicios humanos, lo cual perfila un terrible sentimiento de angustia y tristeza”.

Al contrario, el lienzo aludido  muestra a un viejo apoyado en un bastón, sentado sobre una montaña de color pardo. La montaña, desde luego, está conformada por escombros no necesariamente despojos humanos—; su representación abstracta desautoriza la superficial interpretación de miseria o angustia. Más aún, el viejo no está postrado bajo ninguna circunstancia, sino que sostiene su mirada de frente a la del espectador, aferrando un bastón con su mano izquierda, en postura hierática.

Algo más: en El viejo en el muladar, a diferencia del encuadre empleado en Tata Jesucristo, Goitia ha elegido un punto focal distante que amplía el horizonte de un cielo azul sin nubes. Aquí, como en Paisaje nocturno de Santa Mónica, los elementos terrestres son económicos, austeros, dignos. La franja transversal del cielo azul equilibra la figura del viejo del que por la lejanía del plano, no podemos más que adivinar tanto muecas como arrugas.

No se trata con esto, de descartar una posible interpretación psicológica del cuadro, incluso metáfisica, pero como bien ha señalado Luna Arroyo, más que a los movimientos europeos de su tiempo, a Goitia hay que entenderlo dentro del marco de los maestros españoles, donde la voluntad de fidelidad al género humano que algunos llaman realismo se impone sobre cualquier efecto expresionista, sensiblero o psicologizante. Así, el viejo del muladar podría ser un viejo triste pero jamás postrado. Su silueta dibuja los trazos de un sobreviviente de la ciudad, no los de un despojado: un caminante que más que derrotado vive momentáneamente desenfocado.


La miseria y la pobreza fueron un tema bastante recurrente entre los muralistas del siglo pasado, e incluso entre algunos de sus detractores. Desde ese punto de vista, la obra de Goitia no arrojaría elementos novedosos pero si pensamos en la renuncia del pintor a convertirse en un artista de Estado más como un gesto estético que como uno melodramático, entonces esa decisión no admite dobles interpretaciones. La elección de aislamiento de Goita es lo que es: la confirmación de una vocación no desde la angustia sino desde la exaltación del oficio que lo obligaba a separarse de la mayoría para afinar su mirada. Es decir, que así como en su vida no hay nada que nos sugiera a un eremita egipcio, en su obra, no hay espacio para la lástima, la condescendencia, ni mucho menos, el melodrama. Está claro que en la primera, ratificó su renuncia al mundo ostentoso y superfluo del jet set nacional para abrazar la vida solitaria en los confines de la ciudad, en las orillas de la tierra. En la segunda, nos ha mostrado una sabiduría única para enfocar lo marginal con empatía pero sin afectación, con la limpieza de una mirada desprovista de falsa piedad.


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